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Opinión

Esperando follones

Los adictos al conflicto se quedaron con los crespos hechos. Los disturbios en Bruselas después del 2-0 que Marruecos le endosó a Bélgica en la fase de grupos del Mundial de Catar, presagiaban un comportamiento similar en España cualquiera que fuese el ganador del enfrentamiento deportivo de octavos en el que finalmente La Roja sucumbió ante nuestros vecinos africanos en la tanda de penaltis.

  • Escrito por Alex Salebe Rodríguez

Mi primer amigo

Ocurrió cuando tenía menos de seis años. Todavía no iba al colegio y mi nivel relacional se limitaba a las viviendas más cercanas a mi casa. Estaban las siete casas pegadas a las carretera Arrecife -Mácher, las tres dispersas en el flanco comprendido entre las carreteras Arrecife- Mácher y Conil y camino Peñas Blancas y las del Camino de Los Lirios, ese era mi espacio vital más frecuentado. Por no decir el único que hacía sin acompañamiento de mis hermanos o padres.

Ese era yo, más o menos en aquellos tiempos en los que cruzaba la carretera y la era para ir a ver a mi primer amigo a su casa.

 

En esa época, la casa de Cándido Borges y su esposa Juanita era muy frecuentada cuando se acercaba el verano. Tenía una buena era delante la casa y unos y otros vecinos se la pedían para llevar a cabo la trilla de sus cereales de esa agricultura de subsistencia. Nosotros también íbamos a trillar cebadas, lentejas, arvejas y chícharos. Extendíamos a primera hora de la mañana las matas, para aprovechar el sereno, y que la paja no quedara toda destrozada. Caminábamos encima de ella, metíamos también los burros a caminar sobre las matas secas, y poníamos planchas. El objetivo era separar la paja del grano. Íbamos retirando la paja y quedaba una muestra de granos, paja y piedras que íbamos después aclarando con la zaranda y los cribos. Cuando acabábamos, metíamos en sacos distintos cada tipo de granos y llevamos la paja y hacíamos un pajero en la parte de atrás de mi casa. Así era.

En uno de esos días debí de conocer a Sergio, al hijo menor de la pareja, que tenía tres hijos más, José (le llamábamos Pepito), Margarita y Ángeles. Gente toda de la que guardo un buen recuerdo en mis primeros años de vida.

iba casi a diario a esa casa a jugar con Sergio. Entrábamos en su casa, y jugábamos durante largo rato. De pronto, uno de los días empecé a notar un ambiente enrarecido, como si una tristeza inconfesable se acomodara en esa estancia que tan feliz me hacía visitar.

Una mañana, cuando iba a irme a Casa de Sergio, mi madre se quedó mirándome. Se trataba simplemente de cruzar la tierra de Miguel Díaz, subir la cuneta llena de bobos de la carretera, mirar para los dos lados y cruzar corriendo la vía. Ya estaba en la era de Cándido, a unos pasos de la puerta principal. Allí estaban habitualmente Sergio, sus hermanos y su madre. A su padre, a Cándido, lo veía menos.

La casa del padre de mi primer amigo, donde me veía con él antes de cumplir los seis años, era la cuarta de las que estaban por debajo de la carretera, pegadas a la misma. La primera viniendo del pueblo era la de Nieves la de Sicilia, la segunda la de su hijo Guillermo y su mujer Angélica Ganzo, la tercera pertenecía a Valentín Aparicio, aunque esa estaba más metida hacia dentro, más separada de la carretera, y ya, la siguiente era la mi amigo. Ya solo quedaba una para llegar al cruce y al camino del Hoyo del Agua, que era la de sus vecinos, los Saavedra, Carmen y Juan y sus hijos. Quedaban dos casas más, por allá del camino, entre la carretera y el camino de Hoya Limpia. Allí vivían los Rodríguez Mota y los Umpiérrez Rodríguez.

Mi madre me puso la mano por encima del hombro, me atrajo hacia ella y cuando me tenía pegado a sus faldas me lo dijo con mucha tranquilidad.

  • “Hoy no puedes ir a jugar con Sergio. Hoy no. Su padre, Cándido, como tú sabes, estaba muy malito. Y se ha ido al cielo”.

Me imagino que me extrañaría que la gente se fuera al cielo con lo bien que vivíamos en Tías. Pero me hice a la idea que aquella marcha sería para siempre.

Pero reconozco que me afectó mucho más cuando, al poco tiempo, toda la familia cambió su residencia y se fue a vivir a Arrecife. Allí también se habían ido a vivir, en la misma calle, sus primos los hijos de Manuel Borges, un exportador de tomates, al que mis padres le vendían sus cosechas, Nicolás y Mercedes, que vivían en el Camino de Los Lirios también, donde hoy está el hotel emblemático, enfrente de su otro tío, Bernabé, cuyo hijo homónimo se iba a convertir en mi mejor amigo años más tarde. Pero eso ya es otra historia.

Sergio se fue a Arrecife. Me acordé mucho de él, lo echaba mucho de menos en aquellos días posteriores a su ida. Pero fue como si se hubiese ido a América. Nunca más volví a verlo, nunca más hemos vuelto a hablar. Está claro que nada compartimos más de medio siglo después, quizás ni los recuerdo. Pero quiero recordarle porque fue mi primer amigo, la primera persona fuera de mi ámbito familiar con la que mantuve una relación de amistad, seguramente parecida a la que tienen los niños hoy en las guarderías pero en nuestro caso fue en una casa, detrás de una era en la que los vecinos llenaban sus sacos de provisiones de granos y cargaban con la paja para sus animales.

Todavía hoy, cuando un vecino más joven me señala la casa, que sigue en pie aunque con importantes variaciones y la era destrozada por la conversión de la carretera en autovía, y me dice que en esa casa vivió la Miss España Helen Lindes y que su padre tenía ahí la inmobiliaria Lindes Estates, yo le respondo que antes vivió mi Sergio, mi primer amigo. Que esa casa siempre será para mi la casa de Cándido Borges y su esposa Juanita, que dejaron siempre usar a los vecinos su era para que trillaran allí sus cultivos y separaran la paja del grano. Así fue, así lo cuento. Porque los niños también tienen memoria, y recuerdos. Y un  primer amigo.

  • Escrito por MANUEL GARCÍA DÉNIZ

El enfoque de Pietro Martire sobre las Islas Afortunadas, el primer historiógrafo  del descubrimiento del siglo XVI

 

 

 

Obra DE ORBE NOVO de Pietro Martire (1530)

 

El redescubrimiento de las Islas Afortunadas, en 1312, gracias al navegante italiano Lanzarotto Malocello marca, desde un punto de vista histórico-geográfico, el inicio de los grandes descubrimientos de la navegación oceánica más allá de las Columnas de Hércules.

  • Escrito por Alfonso Licata*

      Ante el día de la Constitución

                                

Cada seis de diciembre celebramos el aniversario de nuestra Carta Magna, logro histórico para un país que salía de una dictadura y supo generar esta Ley de leyes. Ha permanecido vigente durante  44 años y nos ha proporcionado un marco legal en que hemos desarrollado un estado de derecho plural y moderno. Destinada a permanecer, aunque posiblemente con alguna modificación, es sin duda el gran marco legal y ético de la sociedad española.

  • Escrito por Eduardo Núñez González

Soluciones reales y justas para todos y todas

 

 

No hay justicia social si no hay justicia fiscal. Esta es la máxima que mejor representa los Presupuestos Generales del Estado que acaba de aprobar el Gobierno presidido por Pedro Sánchez. Unas cuentas para el ejercicio 2023 dirigidas a la mayoría social de este país, que aportan tranquilidad y certezas y que, además, van acompañadas de una clara invocación a la solidaridad por parte de quienes más tienen y más se están beneficiando de la difícil coyuntura global.

  • Escrito por Nira Fierro, secretaria de Organización del PSOE de Canarias

Tan sencillo y difícil como el diálogo

 

 

 

Nunca es tarde si la dicha es buena, es de las frases más recurrentes del refranero popular, y es muy cierto, cuando hay dificultades para conseguir un objetivo o tardamos en emprender una misión y llega el momento, es bienaventurada, así sintamos que hemos perdido tiempo o no hayamos hecho lo suficiente para dar el paso.

  • Escrito por Alex Salebe Rodríguez

Mis jueves otoñales de antaño

 

En aquellos últimos años de la década de los setenta y principios de los ochenta del siglo pasado, los novios seguían teniendo los jueves como día de visita de las casas de sus probables futuros suegros. Se sentaban a la tardecita, no más tarde las nueve de la noche, en el salón de la casa, al lado de la novia, pero sin pegarse demasiado que, en cualquier momento, podían entrar, sin avisar, algún hermano o los propios padres de la muchacha con la excusa de ir a una u otra habitación. Yo no tenía edad todavía de esos menesteres. Mis jueves eran tan deseados por irme a cazar, no a casar.

Los jueves y los domingos, desde el primer domingo de agosto hasta el primero de diciembre, se levantaba la veda. Los domingos iban mis hermanos con sus amigos y me llevaban a mí. Pero, los jueves,  sus obligaciones laborales me permitían a mí echarme al campo sin el control ni supervisión de ellos. Por la mañana iba a clase, hasta las dos. Salía casi corriendo, llegaba a mi casa, me cambiaba de ropa, comía casi de pie, ante el cabreo de mi madre, y me iba. A veces me acompañaba Juan Jesús Betancort, un poco mayor que yo pero que aceptaba que liderará el rastreo. Metía el hurón en el corcho, soltaba a las perras, a la vieja Paloma y a su hija Zira, y salía hacia Peñas Blancas y Peña del Gato, cruzando el enarenado de la trasera de mi casa, saltando desde la era de los Bilbao a la Alcogida de los Barreto y cruzando la carretera de Conil a la altura del camino de Peñas Blancas. Aquí ya empezaban las perras a separarse y encontrarse mientras seguían rastros frescos de conejos ya en alerta por lo avanzado del periodo de caza.

La caza con perro y hurón, sin escopeta y sin intromisiones en el trabajo de los animales, es una manifestación casi natural entre depredadores y roedores herbívoros. Eres casi un mero observador. Me gustaba mucho ver la elegancia con la que mis queridas perras se movían por el campo, buscando entre aulagas y paredes el esquivo conejo. En realidad, las perras eran de mi hermano Ángel, aunque dejara a mi cargo su cuidado diario. Mis perras, aunque no eran mías, eran uno de mis principales capitales. Les echaba agua y comida, vigilaba que no se llenaran de parásitos y las soltaba todos los días un rato para que estirasen la patas.

El hurón muerde

 El hurón ya era otra cosa. Lo llevaba porque era necesario para sacar los conejos de las paredes y las bocas, que así llamábamos a las cuevas de entrada pequeña y largo recorrido subterráneo en el que se escondían los conejos nada más detectaban nuestra presencia. Pero no me gustaba. En realidad, me daba miedo aquel bicho con una flexibilidad casi infinita y una velocidad de movimiento de la cabeza imprevisible. Me mordió muchas veces. Unas cuando lo iba a sacar del corcho, el transportín que usábamos para llevarlo, y otras al querer recuperarlo después de meterlo en la pared. Había que cogerlo por el cuello, si lo cogías ya no había problema, no llegaba a morderte.

El momento peligroso era el del lance. Cuando creías que no te estaba viendo y acercabas tu mano a su cuello de forma rápida. Y sentías el dolor de sus dientes clavados en el pulgar y el calorcito de la sangre extenderse por el interior de la mano. Te retirabas de un salto y maldecías al animal. Era más fácil cogerlo cuando ya tenías alguna pieza. En ese caso le acercabas el conejo y el hurón se tiraba a él ciego de rabia y voracidad y no se percataba de la llegada de tu mano cautivadora. Al final acabamos cogiéndolo por el rabo, parecía más seguro porque no llegaban con su boca a la punta del rabo. Y así convivíamos. Pero no me gustaba. Cero patatero. En cambio, mis perras eran todo lo contrario.

La mayoría de las veces, en esas tres horas contadas de luz de las tardes otoñales, no cogíamos pieza alguna. Pero, en cambio, siempre dábamos con algún conejo que nos ponía delante el escenario de recreo buscado. A veces, el encuentro se producía al lado de unas tuneras, otras en una aulaga, o debajo de la higuera que había en la hoya de Peña del Gato o en alguna pared o paredón de los muchos que hay en la zona de Tías. Cuando el encuentro se producía en una pared, me gustaba menos. Significaba que el personaje que tendría que entrar en acción era hurón. Había que sacarlo del corcho, meterlo en la pared y desear que el conejo no quedara bloqueado en algún recoveco y que lo matara dentro. Si era así, perdíamos toda la tarde quitando piedras, desmontando la pared, para coger la pieza y recuperar el hurón, que se queda por horas succionando la sangre de la yugular de la pieza ya vencida.

La soledad deseada de los jueves de caza

A mí, lo que me gustaba de esos jueves, era la posibilidad de pasear por el campo. Si estaba recién llovido, con el día nublado, y el ambiente cargado de iones positivos, mucho mejor. Me ponía alegre, aunque el hecho de que el suelo estuviera mojado complicaba el rastreo de mis dos perras. Me encantaba verlas, con su caminar alegre, moviendo su rabo, afanándose en encontrar la pieza deseada. Una, Paloma, que había sido un portento de cazadora, aunque no era una podenca con pedigrí sino fruto de una mezcla entre canes con celo y recelo en un pueblo donde siempre se oían perros ladrando, prefería olisquear las paredes. Conservaba un buen olfato, a pesar de los años. Cuando la veía saltando de un lado para otro, encima de una pared, moviendo el rabo como si no hubiera un mañana, salía corriendo hacia ella porque ya sabía que allí había pieza. Al poco, empezaba a ladrar. Tocaba huronear. Mi gozo en un pozo. En cambio, Zira, cuando no iba detrás de su madre, se entretenía buscando en las aulagas. Y todavía alguna vez se quedaba jugando con lagartijas en lugar de centrarse en la búsqueda de los conejos.

Dos perras, un conejo, un espectáculo de la naturaleza

El momento estelar, el más bello de la jornada, era cuando veías a las dos perras, una detrás de la otra, progresar, entusiasmadas, detrás de un rastro fresco. Desde lo alto de una pared, de pie y expectante, ves, de pronto, que las dos perras se quedan paradas, con el rabo tieso. No se mueve nada, hasta el viento parece que se ha ralentizado. Solo ves dos perras y una aulaga delante de ellas. Pero ya sabes que hay alguien más agazapado detrás de ese arbusto. Seguramente ya se ha dado cuenta de la presencia canina y esté atemorizado. Y ya ha movido alguna parte de su cuerpo, porque los rabos de las perras dejan de estar quietos para moverse como veletas sin control. Y estalla la sinfonía de Beethoven.

El conejo sale a toda mecha, en busca de una guarida y mis perras, que no son mías, salen detrás de él con alaridos entre festivos e intimidatorios. Durante unos doscientos metros ponen a prueba sus velocidades, sus estilos de carrera, y la capacidad para soportar quiebros y cambios de sentido. Al rato, una perra va para un lado y la otra para el otro. Ambas dando saltos de desconcierto. No ven al conejo, cruzó una zona de piteras y se hizo invisible para ellas. Hoy ganó el conejo, nos volvemos a casa con las manos vacías pero el corazón contento. Las perras llegan a casa, exhaustas, hambrientas. Les pongo agua, comida y espero a verlas acabar. Me miran, se meten en sus respectivas casetas, se enroscan en sí mismas y se quedan dormidas. Fin de un jueves de otoño feliz. Quizás ahora esté algún vecino o vecina enamorando con su novia o novio, pero dudo mucho que puedan superar, al final del día, la satisfacción que me dan mis animales estos días, estos jueves.

Los jueves eran míos, los domingos yo era de ellos

Los domingos de caza eran completamente diferentes. Ahí yo era el niño, el hermano pequeño, algo así como la carabina que acompaña a las nuevas parejas por orden de los padres de la chica. Me gustaba pero yo no era nadie. Me protegían pero no me pedían opinión ni me dejaban actuar, aunque me lo pasaba bien con mis hermanos, con los hermanos Emiliano y Eugenio Martín Duarte, con Manolo El Mecánico, con Teodoro, con Luis, con los hermanos Fontes, con mi primo Manolo, con todos con los que íbamos los domingos a cazar, por expreso deseo de mis hermanos, que eran los que decidían con quién y adónde y cómo íbamos a cazar los domingos. Debo reconocer que conocí muchas zonas de Lanzarote, entre ellas Los Ajaches, Famara, Pechiguera y las paredes de Tahíche, gracias a estas salidas al campo en cuadrillas de caza, con amigos, perros y hurones.

También aprendí a hacer un corcho, el traspontín donde llevábamos el hurón. Había que buscar primero, entre las piteras silvestres que había por Peñas Blancas, un pitón bueno. Había que cortarlo y quedarnos con la parte de atrás. Dejábamos un trozo de unos 25 cms. el más gordo, y lo vaciábamos por dentro, le colábamos una placa metálica fija por un lado, con agujeros para que respirara el animal,  y por el otro, también metálica, preparábamos una puerta con su correspondiente ganchillo para cerrarlo. Le ponías una correa para llevarlo al hombro y ya estaba. También se compraban hechos.

La tarde que casi pierdo a Paloma

Hubo un día, uno de los últimos jueves que fui a cazar, que me llevé el peor susto, fue el día que temí por la vida de mi querida y vieja Paloma, que en realidad no era mía. Ese día decidí ir a la falda de la montaña Bermeja, cerca de Conil. Vi a la Paloma quieta, delante de una pared, y movía la cabeza de un lado a otro, como intentado ver mejor lo que estaba viendo no tan bien. Creí que estaba viendo un conejo y le grité "entra" para que fuera a por él. La perra respondió de forma inmediata a mi requerimiento y cogió por la barriga a su presa, que le clavó las uñas en la cara y se quedó agarrado allí desafiante, haciéndole un daño terrible a la perra. Obviamente, no era un conejo. Era un gato salvaje o asilvestrado y la perra estaba en peligro. Me puse nervioso, no sabía qué hacer, tenía miedo que se me tirara a mí si me acercaba y, por otra parte, temía la reacción de mi hermano cuando viera a su perra, que sí era de él, malherida. Entonces pasó algo completamente inesperado y desconocido para mí. Paloma se va hacia una piedra que sobresalía afilada del terreno, con el gato empotrado en su cara ensangrentada. Se acerca a la piedra, levanta el cuello lo máximo que puede y empieza a golpear con enérgica voluntad al gato hasta que este cae sin vida al suelo. Se alejó del lugar y vino, dócil y dolorida, a mi lado. La acaricié y salí corriendo para mi casa a curarle las heridas. Pero aquella reacción de mi Paloma, que no era mía pero yo si era de ella, no he podido olvidarla nunca. Una perra que ya superaba los diez años, que tenía problemas visuales, acaba de actuar, por puro sentido de la supervivencia, de una forma que yo consideraba exclusivamente reservada a los humanos.

Historias del campo

Tengo mil recuerdos de aquellos perros y perras que vivieron con nosotros en nuestra infancia. Paseando con ellos por el campo, viéndoles disfrutar mostrándonos sus habilidades, acompañándome en tardes de jueves de soledad deseada. Aquella forma de cazar, en aquel ambiente rural de mi Tías natal, nunca me pareció una agresión a nada. Era disfrutar de la naturaleza. No tenía nada que ver con aquella imagen de muerte, truculenta, de la matanza que nunca pude resistir. Esos recuerdos forman parte de mi infancia, como todos los demás, y gracias a aquellas aventuras puedo decir que conozco los alrededores de Tías como la palma de mi mano.

  • Escrito por MANUEL GARCÍA DÉNIZ

Martín, mi nuevo héroe

 

 

Acababa de aterrizar en Lanzarote de regreso de Asturias. Desde que anunciaron que ya se podían usar los móviles, encendí el mío. Fue solo un flash, vi a dos niños luchando.

  • Escrito por MANUEL GARCÍA DÉNIZ