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Santiago, hasta siempre

Cada vez que muere un luchador que conocí y disfruté en el terrero es como si se apagará una luz de las que me alumbran el camino.

He dicho en más de una ocasión, que son mis héroes, y que pasé una buena parte de mi infancia viendo luchadas, leyendo sobre luchadores y entrenando en rincones innombrables por la falta de instalaciones deportivas de la época. Pero es que en esta ocasión, no se trata solo de un luchador que vi en acción, sino de un noble rival con el que me medí en el terrero. Sin demasiado éxito, por decirlo todo y bien.

Me enteré tres días después de que un infarto acabara con su vida, del fallecimiento de Santiago Navarro. Y fue ver su imagen, vestido de luchador,  en el Facebook con mensajes de despedida de amigos y conocidos y me inundó una tristeza profunda, que me agobió más cuando vi que ya había pasado el velatorio y entierro. Me hubiera gustado ir a despedirle pero me enteré el lunes y él había fallecido el viernes 30 de septiembre y los actos de despedida se habían dispuesto el pasado fin de semana.

No eramos amigos, pero sí nos conocimos bien y aprovechábamos encuentros casuales en bares en Arrecife para compartir el café mientras hablábamos de lucha canaria, de cómo fue y cómo estaba. Lo típico en estos casos. Era un hombre ameno, buena gente, y de rocosa presencia, en un cuerpo que sin ser muy alto ni muy musculado avisaba, con solo verlo, de que allí dentro había un luchador poco acostumbrado a rehuir la brega.

Conocí a Santiago en la Sociedad de Tinajo, casi ya de noche. Él estaba a un lado del terrero improvisado en la sala de baile, con sus compañeros del equipo juvenil de su pueblo, y yo estaba al otro lado, con los míos, los de Tías. Sabía de su existencia porque su novia de aquellos momentos, Auxi Lasso, era compañera mía en el Blas Cabrera Felipe. Y me decía que su novio luchaba, al igual que el de otra compañera, Margarita, que era la novia de Valdivia, que luchaba en el Tao. Solíamos hablar de lucha, de las pocas personas, en una clase donde casi todas eran chicas, con las que se podía hablar de estas cosas tan nuestras.

 En plan fanfarrón, le dije a Auxi que esa noche iba a tirar a su novio, a Santiago, sin saber que Santiago ya tenía 18 años y muchas horas de entrenamiento y yo apenas 16, y había dejado el fútbol para meterme de lleno en la lucha canaria. Ella estaba muy segura de él, pero uno sabe que cuando las mujeres se enamoran, el hombre más guapo, más fuerte y más todo es el de ella. Así que no me preocupé. Hasta que tiré a un chiquito de Tinajo, muy inferior a mí, y veo venir hacia a mí a un tractor, con un cuerpo musculado, medio encorvado, con los brazos abiertos, y caminando a zancadas como si hubiera dejado la olla al fuego y tuviera que volver a su silla de inmediato. Pegamos, pita el árbitro y siento en mis gónadas una cadera que me hace volar y aterrizar casi al mismo tiempo. ¡Pero quién era el bicho ese! Me levantó de un tirón, me levantó la mano y se volvió a la cocina, digo, a su silla. ¡Ay mi madre! Y tenía que volver a salirle en la segunda agarrada. Llegué dónde estaba el Pollito, Manuel Hernández, el mandador, que me decía no sé qué cosas de que no me dejara aprovechar, que es fuerte pero que yo puedo con él. Lo miré como si me dijera que llegara a la luna y esperé que las otras dos sillas lucharan para volver. Oí las indicaciones del Pollito y salí al centro del terrero con la cabeza gacha para no ver a mi verdugo. No sé cómo, consigo pasarme a la izquierda y trabarle una burra antes de que tirara por mí aquel ciclón tinajero. Con su propia fuerza,  cayó al suelo. Y para qué fue aquello. En la tercera agarrada, no hacía falta que levantara la cabeza, oía sus pisadas acercarse a mí. Tardó más el árbitro en pitar que en estamparme en la arena. Eso sí, serio como era él, me levantó, me saludó y se fue más contento que unas pascuas y yo volví al grupo, sin querer oír nada de lo que entrenador me decía para animarme: “Tranquilo, tú estás empezando”. Pues nadie lo diría, mi impresión era que habían acabado ya conmigo.

Santiago siempre fue un luchador aguerrido, de los que salen al terrero a luchar y era un enamorado de la lucha canaria. Luchó en varios equipos, pero en el que mejor lo recuerdo, por varias razones, es el de su pueblo de Tinajo. Me da mucha pena que sin haber cumplido los 58 años, había nacido en 1964, se haya ido para siempre. Deja un buen recuerdo y nunca olvidaré el día en que me lo encontré en la Sociedad de Tinajo. No era noche de baile, pero en aquel patio, al descubierto, de la sociedad, nadie me había apretado como él. Ni en las canciones más atrevidas de las verbenas, cuando las madres tinajeras no quitaban ojo a sus hijas cuando, previa autorización de ellas, salían a bailar con un desconocido como yo.

Un fuerte y emotivo abrazo, Santiago. No te olvidaremos, puntal.

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