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Un hombre honesto (el más honesto)

Alejado del mundanal ruido, a los ochenta años de edad, Francisco Gómez Ruíz, Paco Gómez, nos ha dejado definitivamente. Se retiró de lo que eran sus rutinas, despacho, amigos, café y juzgados hace ya tiempo. Casi una década ha pasado desde que le vi por última vez, dolorido por su reuma y apenado por la pérdida de su esposa. Se convirtió en un hombre triste, este andaluz que echó raíces en Lanzarote y donde deja también su continuidad con sus cuatro hijos.  Se metió en casa y apenas salía. Solo algunos privilegiados, además de su familia, tenían la oportunidad de verle y transmitirle el cariño que él siempre transmitió a los suyos y sus amigos. Entre ellos, el presidente de la Fundación César Manrique, José Juan Ramírez, al que le unía una profunda y comprometida amistad, que llevó al hijo de Pepín a dar sus primeros pasos de abogado en el despacho de Paco y a este al Patronato de la Fundación como uno de los hombres de más confianza del presidente. Conocí a Paco, como a otros muchos amigos mucho mayores que yo, a través de Agustín Acosta, que había sido vicepresidente en el Cabildo con Gómez Ruiz en los año setenta,  que fue presidente de septiembre de 1974 a abril de 1977. También era el abogado de Acosta Cruz,  y en unas cuantas ocasiones tuvo que representarnos en juicios cuando recibíamos alguna querella por la forma de publicar artículos y denuncias en La Voz de Lanzarote. Pero, sobre todo, la amistad surge de desayunar durante muchos años, casi todos los días, con él en el grupo de amigos, ocho o diez, o más, que coincidíamos allí, en la cafetería San Francisco, en Arrecife.    

Era un hombre tremendamente serio. Orgulloso y contundente. Que usaba las palabras justas para dejarte claro lo equivocado que estabas o lo acertada que era tu exposición.  Con cara de pocos amigos, comportamiento socarrón, era lo que se puede definir como una buena persona. O, como me repetía una y otra vez Agustín Acosta, el hombre más honesto del mundo. Y cada vez que lo decía, Agustín se ponía trascendental. Muy pocos veces le vi ponerse tan serio como cuando calificaba a Paco. "Un hombre honesto, lo que dice Paco va a misa", me repetía cada vez que le comentaba algo de aquel hombre.

Había una frase que me repetía siempre que se presentaba ocasión o  parecía presentarse. Con su tono andaluz, que yo a veces le reprochaba diciéndole que toda la vida en Lanzarote y no se le ha pegado nada, me decía: "No basta con tener la razón. Hace falta demostrarla y que alguien esté dispuesto a dártela".  "Sí, pero Paco,  pero es evidente que eso es así", le replicaba.  "Manuel, no basta, hay que demostrarla y que encima haya alguien dispuesto a dártela", me repetía con aquella media sonrisa. "No sabremos los abogados de eso de tener la razón, tenerla que demostrar y que quieran dártela",  repetía más para él que para mí, con la socarronería que le caracterizaba.

Era un hombre inteligente, comprometido con su trabajo y con su condición de expolítico. Y le gustaba transmitir lo que sabía, no sólo en la Escuela de Pesca, donde daba clases, sino a los demás. A mí, sería porque yo apenas tenía veintitantos años y el ya rozaba los sesenta, me trataba con cierto paternalismo.  A veces me dejaba de hablar, enfadado, por mi insistencia en hablar de temas en los que no coincidíamos. En otros, aparecía por la mañana, con un papelito en  la mano, con una frase escrita que él pensaba que me haría pensar.  Reconozco, que le tenía un enorme cariño y que ya sentí como una pérdida su reclusión en casa y el abandono de la calle, lugar en el que nos encontramos en más de una vez, y le acompañaba hasta el número diez de la calle García de Hita, donde tenía su despacho, disfrutando de su amena conversación. Con el convencimiento absoluto, de que sus consejos y avisos a veces eran difíciles de cumplir pero siempre eran bienintencionados.

Se fue el hombre pero queda su imborrable huella de persona honesta y cabal. Hasta siempre, Paco.

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