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Podencos

Vi la fotografía de la Montaña de Yaiza publicada por Xulio Cto y me vino como un reflejo aquella bonita imagen de hace casi cuarenta años. Era domingo, sobre las seis de la tarde, y observaba en compañía de Eugenio y mi hermano Angel, el rastreo cansino de Paloma, una vieja podenca que me había dado momentos maravillosos y buena caza durante mi infancia. La miraba y me asombraba de su capacidad, a pesar de los años que tenía (casi tantos como yo, que para una perra eran casi los de mi abuelo), para aguantar el calor, con su lengua fuera, e ir de aulaga en aulaga, de piedras y bocas buscando un conejo que llevarse a su hocico. Estaba entretenida con un rastro fresco. Y nosotros, sentados sobre unas piedras, en aquella montaña, seguíamos con la vista  los andares de la que ya tenía poco de perrita pero exhibía todavía su talento natural para su oficio.

Pero, sorprendentemente, el ladrido excitado, señal inequívoca de que un conejo estaba en apuros, no vino de la lenta pero segura Paloma. Nos pusimos de un salto de pie, casi a la vez los tres, y al girar las cabezas vimos la espectacular figura de Pronto ejercitarse con esmero en su primera carrera detrás de un conejo. No salíamos de nuestro asombro, porque hacíamos al joven podenco de Emiliano, hermano de Eugenio, ausente en la tarde de ese día, jugando entre las aulagas con las numerosas lagartijas que acababan bailándole, con el rabo descorchado, sus gracietas. Pero no, por increíble que nos pareciera, con un fondo de sol que ya fenecía a lo lejos, la figura impresionante, larga, esbelta, alta de Pronto se presentaba majestuosa en una carrera de campeón detrás de un conejo que también presentaba buena forma.

La Montaña presenta una ondulación no demasiado marcada, que se aprecia perfectamente en la fotografía. Sobre la misma, se desarrollaba la escena. Que la arteria de la montaña no fuera muy inclinada ayudaba a hacer más igual la carrera. Los que han  ido de caza alguna vez saben que cuesta arriba el perro nada tiene que hacer frente a un conejo rápido, al igual que en bajada pronunciada, el cuerpo del conejo acaba presionándole de tal manera la cabeza que suele acabar en la boca del perro en tramo corto. Pero, aquí, en esa tarde inolvidable de belleza plástica, donde un perro abandona el juego infantil para bautizarse como podenco de raza, todo parece hecho con la intención de gustar. La carrera fue larga, vistosa y la pudimos seguir, desde lejos, con gritos entusiasmados de ánimo a Pronto, que había hecho honor a su nombre al mostrarnos parte de su potencial con apenas siete meses.  El conejo estaba a lo suyo, intentaba salvar su vida, con la premura y ahínco que exige el momento. Pronto estaba presentando sus credenciales de podenco, para alejarse definitivamente de los piropos físicos y que se le empezara a valorar por lo que era: un señor podenco.

Las zancadas largas, la contracción de su cuerpo de la una a la otra y su ágil respuesta a los repetidos quiebros que le ofrecía el conejo como oposición y alternativa a la carrera recta que le beneficia claramente, mostraban a un animal merecedor de todo el respeto. Conejo y perro, sin intermediarios, sin cortapisas, llenaban de vida natural, de confrontación abierta, de lucha por la supervivencia, un espacio por sí maravilloso. Los dos consiguieron lo que querían. El conejo salvar su vida al meterse en una boca cueva después de la enorme carrera y Pronto mostrar su credencial de podenco prometedor ante el grupo. Nos fuimos esa tarde a casa sin una pieza pero todavía hoy, cuando nostálgicos caemos en los fondos de nuestra infancia, parece que todavía oímos los ladridos de Pronto invitándonos a disfrutar de aquella espectacular carrera.

Sinceramente, no entiendo cómo, en los tiempos actuales, hay todavía personas que son capaces de maltratar hasta la muerte a los podencos con los que han convidado. Son animales maravillosos. En aquellos tiempos, no había casa que no tuviera unos cuantos y comían las sobras de la familia, o de algún bar de un amigo, pan duro remojado y pienso más tarde. Eran tiempos de necesidad, pero los perros se querían y se cuidaban. Y mi Paloma querida murió de vieja, porque era nuestro tesoro más valioso. Aunque media ciega, media coja, y triste por no ser ya lo que fue, en las últimas salidas al campo apenas se separara de nuestros pies.

 

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