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Navidad en Lanzarote

 


Siempre por estas fechas parece que nos invade la nostalgia. Los recuerdos pasan a ser protagonistas y, como telas de encaje transparente, tamizan nuestra vida con imágenes, sonidos y olores de la infancia. El olor a carne de cochino frita, la preparación de las truchas en casa de mi abuela Vicenta, los villancicos por la radio…, y como no: el Rancho de Pascua.

Para mí, la Navidad y el Rancho de Pascua son inseparables; bueno, para ser justos, falta “alguien” más: mi timple. Mi vida personal y profesional no se puede entender sin estos dos elementos. Los primeros recuerdos sonoros que tengo son los encuentros del Rancho en casa de mis padres, donde, mientras ensayaban, yo jugaba en el suelo metiéndome entre sus pies como si de grandes árboles se tratara.

Luego, unos cuantos años más tarde, en 1970 y cuando yo apenas tenía 7 años, me incorporé al Rancho de Pascua con el timple, y a partir de ese momento fui uno de los protagonistas de las siguientes navidades, y las navidades se hicieron protagonistas en mi vida hasta la adolescencia.

El Rancho de Pascua de Tías después de una visita al asilo. Arrecife, 1972 De izquierda a derecha: Carmen Rodríguez, mi madre (guitarra), Benigno Díaz, mi padre (acordeón), José Luis Bermúdez (guitarra), Nino Díaz -yo mismo- (timple), Paco Díaz (guitarra), Salvador Montelongo (sonajo), Berna Díaz, mi hermana (requinto), Olegario Rodríguez (espada), Pepe Díaz (laúd), Miguel Díaz (espada), Cialo Díaz (bandurria), Pepe Montelongo (pito) y Julián Rodríguez (guitarra). A la derecha, atrás del todo, Nona Rodríguez y Andrés Umpiérrez, que nos acompañaron en la visita al asilo.

Durante ocho años fui el timplista del Rancho, y esos años fueron para mí años de descubrimientos y de vivencias imprescindibles. Esos años 70 en que la Navidad, aunque sobria, era una época vital e intensa… Una época única. No habían luces, ni árboles de navidad, ni comidas institucionalizadas, ni Papá Noel, ni campanadas, ni uvas… El turismo apenas estaba comenzando y la globalización, aunque estaba al acecho, todavía andaba lejos de esta tierra.

Recuerdo los ensayos, las misas… las caminatas por el pueblo pasando casa por casa e intercambiando música por truchas y vino.

Aunque algunas de esas costumbres han desaparecido, los ranchos, por suerte,  sobreviven gracias al esfuerzo y tesón de mucha gente. Mi padre dedicó toda su vida al Rancho de Tías, y ahora que él ya ha pasado a la retaguardia, El Rancho continúa. Y yo espero que siempre se proteja como una de las joyas de nuestro patrimonio. Así pues… ¡larga vida al Rancho de Pascua!

La Navidad está a punto de comenzar y yo, como hace más de 30 años, marcho lejos, muy lejos. Pero conmigo viajarán siempre mis orígenes, que no olvido.

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