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Entre vocación médica y bombas fétidas

Dos doctoras del Hospital Doctor José Molina Orosa. En esta ocasión, en el frente hay intelectuales especializado/a/s y muchas mujeres.

Parte de guerra (8)

Jueves, día 9 de abril de 2020.  Son las seis de la madrugada. Entramos en el vigesimosexto día de confinamiento. Hoy, Jueves Santo, seguro que todos estaremos pensando en dónde hubiéramos estado ahora si no nos hubiese declarado la guerra, de forma sorpresiva y atroz, el coronavirus SARS-CoV-2 (síndrome respiratorio agudo severo coronavirus 2) y nos haya metido el alma en un puño y el cuerpo en casa y, dentro de él, el susto, además, de infectar a muchos con la enfermedad Covid-19.

Intento escribir, pero oigo, de fondo, a  Sergio Calleja y a Pedro Martín, que el aburrimiento del confinamiento les ha llevado a hacer el programa radiofónico “El Pejeverde”, incluso, en un día de fiesta. Claro que el general Villarroya, Jefe del Estado Mayor de Defensa, dice que todos los días son lunes y Calleja, hijo y hermano de militares ejemplares, se puede dejar llevar por la obediencia debida, pero me sorprende más que Pedro Jacinto se deje llevar por arengas militares y abandone el camastro de madrugada en un día de obligado descanso. Pero, claro, los días de fiesta, en confinamiento, no tienen víspera ni nada. Así que ahí les oigo, aunque a mí me encanta escribir en el más absoluto silencio. Aunque también me gusta oír a los compañeros. Más todavía si se suma el amigo Rafael (Faelo) Morales, director de Ser Lanzarote, al que conocí hace más de treinta años cuando él transitaba, en plena juventud, por Radio Lanzarote y yo estaba de redactor jefe de la Voz de Lanzarote, ambos bajo la jefatura suprema de Agustín Acosta, que cumplió días atrás once años de su partida definitiva. Está Faelo de enhorabuena y no es casual. Con total modestia, y una generosidad que suele echarse de menos por estos lares, ha colocado a la SER en la isla por delante de todas las emisoras generalistas,  con más del triple de audiencia que la segunda, al frente de un equipo humano espectacular. He tenido la oportunidad de conocerles esta temporada, y me vuelven a confirmar que en Lanzarote hay grandes profesionales. A seguir así, Faelo, Javi, Carlos

Y ya que estamos en recuento de medios, quiero también reconocer la generosidad y solidaridad de tres grandes profesionales de esta isla. Dos hombres y una mujer que se presentaron voluntarios para recorrer los pasillos y salas del Hospital Doctor José Molina Orosa en el momento de máximo protagonismo de la pandemia de coronavirus. Un trabajo tan bien hecho e interesante, que, a pesar de que salió en todos los medios, en muchos estuvo entre las noticias más visitadas. Ellos no quieren que se den sus nombres. Quieren ser solidarios anónimos. Y precisamente por eso digo que se trata del periodista Saúl García, el fotógrafo Jesús Betancort y la cámara Laura Piñeiro. Seguro que si la elección se hubiera hecho por concurso oposición no hubiésemos encontrado entre nosotros a mejores profesionales y más honestos para desarrollar esa tarea. Gracias, compañeros, las lecciones se dan a veces sin necesidad de libros ni de tutoriales. Y ya que estamos, felicito también al Diariodelanzarote.com, por sus quince años cumplidos recientemente, una apuesta informativa que lidera Manu Riveiro, con una plantilla muy entusiasta y profesional, que ha sabido conquistar su espacio en la isla. Me alegra enormemente que en estos tiempos de adversidad y de cambios, se pueda encontrar muchos y variados ejemplos a seguir en la profesión en la que me he dejado mi vida en estos más de 35 años. Espero poder seguir sumando. Y hacerlo con gente de este nivel.

Ya me descargué. Dejo la parte más positiva para adentrarme en la melancolía que me embarga. Entró como un soplo de aire tóxico entre las hojas de las ventanas semiabiertas. Y se instaló en mí. ¿Es tristeza?¿Acaso miedo al futuro? ¿Los costes del aislamiento? ¿El peso de ser familia numerosa del mismo día que nací, y estar siempre en vilo por si cae enfermo alguno de los míos? No, no lo creo. Tiene que ver más con una morriña mal entendida. Con una morriña que me lleva a echar de menos mi tierra natal, la que está fuera de estas cuatro paredes, desperdigada por los casi 80 kms2 restantes de nuestra isla.

Echo de menos las caminatas con los amigos, por esos paisajes espectaculares de nuestra isla. Recuerdo, con especial emoción, la Semana Santa de hace dos años, que estuve caminando durante ocho días seguidos por la isla para definir un proyecto de senderos “El Ocho de Lanzarote”, que sigue pendiente. Toda la Semana Santa, desde el viernes anterior, caminando por Lanzarote. Haciendo algunos días 30 kilómetros y otros basculando sobre los 20. Por largas, recuerdo la primera, salida de Teguise para llegar a Uga, pasando por San Bartolomé, Tías y La Asomada, acompañado por mis amigos Juan de León y Paco García. También fue larga la que comenzamos en El Golfo y llegamos a Mancha Blanca, después de cruzar el Timanfaya por el litoral. En ese caso, los más de 30  kilómetros dejaron a mi único acompañante, mi amigo Carlos Suárez, o Carlos el de Infornet, como le llamo yo, hecho polvo. Solo le faltó pegarme cuando, unos extranjeros nos preguntaron cómo se subía a Caldera Blanca y, para explicarles, me salí del camino e hicimos un kilómetro más. En el resto de las caminatas, conté siempre con el acompañamiento de alguno o algunos amigos. Se prestaron a acompañarme para que no estuviera solo por ahí. Porque saben que si digo que hago algo, lo intento hacer, aunque tenga que ir solo. Por eso les agradezco también su colaboración, aunque sea dos años después y sin finalizar el proyecto, a todos ellos. A Pepe Reyes, mi compañero de aventuras “a patas”, ya sea en caminos de Santiago o en los senderos de Lanzarote y otras islas; a mi sobrina Carmen, quizás la sobrina más próxima por aquello de que casi tenemos la misma edad, que siempre es una garantía llevar a una médica al lado, aunque sea una patóloga.  A los hermanos Antonio y Vicente Cabrera y la hija del primero, que también se sumaron a alguna de las caminatas, a  Ángel Mercado, Ángela Armas y, por supuesto, a Gustavo Cruz, con el que me tocó hacer la más pequeña de todos, de Mancha Blanca a Soo, por el Jable. Ha sido una de mis semanas santas más satisfactorias, al margen de las que he pasado con mi familia.

Echo de menos las caminatas. Y las largas charlas con los amigos entre senderos y risas.

Tampoco me olvido de la que pasé en tiempos de Instituto, allá a principios de los años ochenta, en Papagayo, con mis compañeros de clase y amigos dela época Manuel Barreiro y Alberto Ortiz. Íbamos a pasar unos cuatro días en plan de supervivencia, comiendo con lo que pescábamos y esas cosas, y acabamos yendo a comprar a Playa Blanca desde el primer día, después de que nos despertaran unas cabras que intentaban comerse nuestra maltrecha tienda de campaña. Está claro que la Semana Santa está llena de recuerdos, de anécdotas, de encuentros furtivos y noviazgos perecederos pero esta vez toca pasarlo en casa. Y, además, en contra de nuestra voluntad. Y, además, después de 26 días sin salir de ella. Y, además, sin mis dos hijos mayores dándome la lata para ir aquí o allí a comer, a pasear o a bañarnos. Sí, tengo morriña. Echo de menos todas esas cosas que me han acompañado en estas más de cinco décadas de vida y que ahora están ahí fuera. Sé que me esperarán. Por eso es solo morriña, no depresión.

Papagayo también nos esperará para volver a zambullirnos en sus transparentes aguas y bello paisaje. Ahora son sus playas las que están desnudas.

Estos días ya se empieza a hablar de desescalamiento que viene a ser lo contrario del escalamiento. O sea, que después de estar tomando medidas para afrontar, con seguridad,  la subida al pico de la pandemia, ahora hay que prepararse para bajar, con seguridad, a la normalidad. Siempre con seguridad, esa es la clave. Aunque, por medio, nos aclaran que el pico no es un tal pico, la punta del iceberg vírico, sino toda una meseta. Y, entonces, hay que ver como normal que se mueran todos los días centenares de personas con coronavirus, que sigan dándose nuevos miles de casos y que las morgues mantengan su negro protagonismo en la mayor parte del estado español, por no hablar de Italia, que la cosa allí, todavía, es peor.

El echar de menos la calle es no darse cuenta que las calles están vacías. Video de la Avenida de las Playas, en tiempos de confinamiento. No importa que sea sábado noche. Ahora, la fiebre está en casa. Y todos nosotros.

 

En Lanzarote, en cambio, hay que aceptar que el confinamiento temprano y el vaciado rápido de los hoteles han surtido efecto. Apenas 71 caso diagnosticados, no se han dado más muertes desde el último parte de guerra, y se mantienen nueve personas en las Unidades de Medicina Intensiva (UMI), que son los que se están llevando la peor parte del coronavirus en la isla. Hay que agradecer que el Hospital Doctor José Molina Orosa no se haya colapsado en ningún momento y que los profesionales se hayan preparado a conciencia para afrontar la situación. Además, en ese frente vital, se han dado experiencias de heroicidad entre los sanitarios que deben valorarse en su justa medida.

Hay dos cosas de esta guerra vírica que me llaman la atención. Una es una anécdota. El hecho de que en el frente posiblemente haya más mujeres que hombres, más sanitarias que sanitarios. En estos tiempos de justa efervescencia feminista y de lucha por la igualdad, me encuentro en mi casa, desarrollando una actividad esencial, eso sí, y de amo de casa, mientras mi mujer está en la zona más peligrosa. Esa, evidentemente, es una anécdota, que tenderá a convertirse en normal, en un  futuro donde no haya profesiones por sexos sino por capacidades.

Pero la otra, no me lo parece. No me parece una anécdota que, en esta guerra, lo que tenemos en el frente no sean soldaditos de media paga, casi analfabetos, obligados a ir al frente a morir por España (les recomiendo que lean sobre las guerras de España en África a principios y mediados del siglo XX, si quieren entender lo que les escribo). En esta ocasión, ese frente está compuesto por gente formada, con vocación y capacidad de servicio a prueba de bomba. Con médicos a la cabeza que no han dejado de estudiar desde que los matricularon en párvulos.

Un médico, además de haber tenido que ser de los mejores estudiantes para acceder a la carrera, se pega seis años de una carrera con prácticas y teoría a tutiplén. Acaba y se prepara para afrontar un examen dificilísimo para ser Médico Interno Residente (MIR), cuya nota les determina las posibilidades de acceder a una u otra especialidad. Si suspende, significa otro año en balde. Si aprueban están otros cuatro o cinco años, depende de la especialidad elegida, rotando por un hospital entre facultativos que les enseñan cómo responder a las exigencias diarias, mientras ellos siguen estudiando para ser buenos especialistas. Cuando acaban, tienen que esperar a ver si los contratan algún hospital o centro de salud. Si los contratan como interinos, tendrán que volver a examinarse, esta vez para tener plaza en propiedad. Y si aprueban y quieren ser jefes de Sección o de Servicio, tendrán que presentarse de nuevo a otras oposiciones. Y si aprueban y son jefes, ya estarán al servicio de cualquier político que quiera mandarles o no los medios que ellos necesitan para afrontar la batalla.

En esta guerra, la intelectualidad especializada está en frente. Así que no esperen refuerzos. Simplemente mándales los medios que necesiten mientras los demás estamos en casa. Confinados, pero en casa. Y sí, es verdad, la vocación de nuestros políticos también están a prueba de bomba, aunque en algunos casos sean simples bombas fétidas.

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