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Castigado sin desayuno

Manuel García Déniz en los años 90 del siglo pasado en la redacción de La Voz.

Enfadados (II)

Mi madre nunca me dejó sin desayunar. Para ella, el desayuno era fundamental. Y se tomaba tan en serio y con tanta alegría sus obligaciones con sus numerosos hijos, que madrugaba más que nadie para que todos tuviéramos algo más que la leche y el bocadillo diario. A veces, como sabía de mi predilección por las torrijas, las de Lanzarote de toda la vida, aprovechaba mis noches de lectura hasta la madrugaba, para levantarme de un salto, susurrándome por la mañana al oído que me las había hecho y conseguir que yo pasara de estar profundamente dormido en la cama a estar cómodamente sentado en la cocina desayunando. Nunca dejó de levantarse antes que los demás, poner la cafetera y acercarnos el café, la leche, abrir el pan y zangalotear la lata de jamonilla hasta que asomaba el tamaño suficiente para cortar las rodajas de los que serían nuestros bocadillos.

Cuando ya llevaba unos años en la revista de La Voz de Lanzarote y era el redactor jefe bajo la dirección del propietario, Agustín Acosta Cruz, se convirtió en una costumbre diaria desayunar con él, en la que fuera la cafetería La Tertulia que regentaba José Nordelo, y en otras. Agustín se tomaba su zumo de naranja bien azucarado y yo un café con leche. Y allí pasábamos un buen rato hablando de todo un poco y mucho de los temas del día. A veces, estábamos solos. En otras ocasiones, se sumaban conocidos suyos que acaban yendo por allí, intencionadamente, para “pillarlo” y contarle sus aventuras o necesidades. Agustín no fallaba nunca, salvo que estuviera enfadado conmigo. Iba a buscarme a mi despacho a La Voz, intercambiaba alguna opinión con los redactores, y con la misma salíamos hacia la Tertulia. Hacia la cafetería y hacia la cháchara como si fuéramos dos coetáneos amigos y no el dueño del periódico y el encargado de gestionárselo, como si fuéramos de la misma edad y no un veinteañero y un cincuentón, que era de lo que realmente se trataba.

El arreglo al que yo llegué con Agustín y al que él accedió porque en aquellos años no había tantos periodistas en Lanzarote como ahora, fue que yo le hacía la revista que él quisiera, de la mejor manera posible, pero que, en la página 19, yo podía contar la historia “A mi manera de ver”, que era mi sección de opinión. Cada vez que Agustín no aparecía para desayunar durante unos cuantos días, sin estar fuera de la isla, volvía a releer mi artículo de opinión. A veces lo hacía hasta tres o cuatro veces. En otras ocasiones, no hacía falta volver a leerlo porque, ya antes de escribirlo, ya sabía que la siguiente semana no habría desayuno.

Pero hubo un día distinto. El mismo viernes que salió la revista, Agustín no apareció a desayunar y encima me llamó al peso del mediodía, cuando él sabía que solo yo estaba en la redacción y me puso a caer de un burro. Eso significaba que su disgusto se había producido fuera de la página 19. Y, efectivamente, así era. Había cometido un error por exceso de confianza.  Ese viernes, junto con la revista, salía un suplemento sobre las fiestas de Los Remedios que pagaba el Ayuntamiento de Yaiza. Teníamos un suplemento precioso de no sé cuántas páginas que habíamos hecho durante semanas. Todo estaba bien hasta que Agustín me llama el jueves, ya en pleno cierre de la edición, y me dice que se cae media página de publicidad, que ponga algo de texto ahí y dé por finalizado el suplemento. Mi redactor de más confianza era Miguel González, aparte de escribir muy bien me unía a él un gran respeto y amistad, y le encargué  a él que hiciera un artículo de unas treinta líneas sobre Yaiza, para el suplemento. Miguel me dijo que sí y que él ya lo mandaba a la imprenta. Me fui tranquilo a jugar al Backgammon con Hormiga, mi actividad preferida entre la finalización de una revista y el inicio de la siguiente.

Cuando el viernes, a primera hora, ojeaba la revista más feliz que Ricardito, me apareció el artículo de relleno del amigo/compañero González: “Pan y circo”. Aunque el título no deja lugar a dudas, leí con igual detenimiento que nerviosismo las descalificaciones que aglutinaba con esmero contra el alcalde, contratante del suplemento, y su gestión.

Supe que me quedaba sin desayunar toda la siguiente semana al instante. Y sabía que era poco castigo. No sé cuándo lo pasé peor si al recibir el rapapolvo de Agustín o al intentar comprender por qué Miguel escribió aquello en un suplemento del propio Ayuntamiento que hacíamos nosotros. Aunque parezca duro, evidentemente lo tengo catalogado entre las anécdotas comparado con lo que he tenido que vivir, después de aquello, dándole a la tecla.

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