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El mayor enfado, el más decisivo

Enfadados (III)

El periodista Carlos García Poyal, navarro de nacimiento y lanzaroteño de adopción, había leído mi anterior artículo de esta serie de “Enfadados” y con su particular sorna, después de saludarnos en los prolegómenos de una rueda de prensa en el Cabildo, me soltó: “Desayuno juntos tú y Agustín, jeje”. Reconozco que la provocación de Carlos me hizo retrotraerme al verano de 1997 en un instante. Él y su esposa, Arantza Borrego, periodista también, acababan de llegar a La Voz-Diario de Lanzarote. Como tantas otras veces, dos jóvenes llegaban a la isla para trabajar. Cientos de licenciados en Ciencias de la Información por la Universidad del Opus (¿o era la de Navarra? fueron tocados y muchos contratados por nosotros en aquellos años. No sabían casi nunca nada sobre Lanzarote, pero venían encantados porque estaban ilusionados por comenzar su vida profesional en una redacción. También Arantza y Carlos. Les conocí y compartimos momentos duros en el estrecho balcón del despacho de Agustín, que daba a la calle Canalejas, donde salíamos a hablar del secuestro y posterior asesinato de Miguel Ángel Blanco a manos de ETA. Fueron momentos duros. Más duros para mí que para ellos. Porque, además de sufrir los avatares de la banda terrorista desde lejos, sufría mi propia penitencia.

Cuando ellos llegaron, yo estaba abiertamente enfrentado al dueño verdadero de todo aquello, aunque estuviera ahora escriturado a nombre de una sociedad, donde ni tan siquiera podía él figurar por razones estratégicas. Agustín Acosta se había empobrecido en los dos últimos años de forma considerable, donde una batalla perdida frente a Dimas Martín llevó a la empresa a tocar fondo. La apuesta que se había hecho por el PSOE exclusivamente, que gobernaba por primera vez en pacto con el PIL el Cabildo, nos hizo acabar en una campaña completamente enfrentada al socio del PSOE y amigo de Agustín desde los inicios de Dimas. No voy a mencionar qué fue lo que provocó aquel enfrentamiento pero sí lo que aconteció en las elecciones que, como se esperaba, ganó el delfín de Dimas Martín por aquel entonces, Juan Carlos Becerra.

La derrota del PSOE y el pacto inicial del PIL con CC dejaban a Agustín Acosta fuera de juego. Eso provocó el alejamiento de su hijo Agustín Domingo Acosta del diario, que fue en lo que convertimos en 1992 la revista/semanario cuando no podíamos sostenerla, donde compartíamos dirección en esos momentos. Él como director y yo como director adjunto. Los meses de gobierno de Becerra fueron un suplicio que iba agriando el carácter de Agustín Acosta. Los ingresos se resistían y los costes había que ir cortándolos. Agustín no veía más solución que volver adónde siempre había encontrado una respuesta a sus problemas. Los encuentros con Matías Curbelo, representante en la tierra de  su jefe, Dimas Martín, se empezaban a dar con mayor frecuencia. De ahí salió, según me contaron, la exigencia de que yo no podía estar al frente del periódico, por donde ya se presentaba Manuel González Díaz, hombre de confianza de la familia Martín, a preparar sus comentarios directamente en el despacho de Agustín. La cosa era realmente insostenible. Económicamente para la empresa, con un descreste importante de redactores, y para mí. Pero Agustín no se atrevía afrontar mi situación, cuyo desenlace conllevaría una fuerte indemnización y, además, temía mi reacción. Ambos nos conocíamos muy bien.

La cosa empezó a ir mejor para Agustín cuando el PIL empieza a resquebrajarse de nuevo y se habla de pacto de nuevo con los socialistas. Apenas un año después de las elecciones de 1995, Becerra había pasado de delfín a tiburón y le clava el diente al jefe, con la ayuda inestimable de Pedro de Armas. Se rompe el PIL y Dimas consigue los apoyos suficientes en sus filas para promover una moción de censura con el PSOE para hacer, de nuevo, presidente del Cabildo a Enrique Pérez Parrilla. Se hizo la treta de hacer presidente a Pedro Armas para retrasar la moción de censura unos meses pero, finalmente, prosperó el 10 de marzo de 1997. Eso explica que se pudiera contratar en verano ese casal de periodistas navarros que han encontrado su casa en esta isla, donde disfrutan, trabajan y han hecho su familia.

Un día, a principios de 1996, casualmente, me encuentro al socialista Segundo Rodríguez, la mano derecha de Enrique y amigo personal de Agustín Acosta en La Plazuela. Le saludo y me pregunta, a gritos, que cuándo me voy para Tías. Me paro en seco, voy hacía él y le pregunto que qué quiere decir. Sorprendido me pregunta si Agustín no me ha dicho nada.

_ ¿Nada de qué?, le repregunto.

_ Que vas a ir de director de Cultura al Ayuntamiento de Tías. ¿Pero Agustín no te ha dicho nada? Si ya está todo hablado, acabo de venir de hablar con Agustín.

_ ¿Qué tú y Agustín han estado hablando de mí con amigos míos de Tías para colocarme a mí? ¿Pero quién coño son ustedes para hacer eso sin mi consentimiento?

Segundo, más sorprendido que asustado, solo me dijo que eso fue idea de Agustín para darme una salida, porque le estaban exigiendo mi salida.

Las aceras de los doscientos cincuenta metros que separan La Plazuela del viejo edificio en el que estaba entonces Radio Lanzarote sufrieron mi andar a galope, excitado, iracundo dispuesto al enfrentamiento total con Agustín. Sentía una vergüenza tremenda, en Tías el alcalde era un amigo de mi infancia y los concejales eran vecinos, amigos y conocidos. No podía entender que aquella gente recibiera semejante encargo a mis espaldas. Y no lo iba a tolerar. Subí de tres en tres los escalones, quité la aldaba de la puerta, mal saludé a Regina que estaba en la recepción y me enfilé a su despacho. Al verme, me saludó con una sonrisa. Cuando me vio bramar en arameo, se parapetó detrás del escritorio y me dijo que no era verdad, que me tranquilizara, que eso son cosas de Segundo, que ya sabía cómo le gustaba enredar. Llamó a Segundo, habló con él y me pasó el teléfono. Segundo, lejos de rectificar, mi dijo claramente que aquello había sido como me dijo, que ya sabía yo cómo era Agustín.

Yo era un treintañero y Agustín ya estaba cerca de los sesenta. Tendría más o menos la edad que yo tengo ahora. Fueron los momentos más horribles que he pasado en mi profesión. Pero me contuve. Y él respiró tranquilo cuando me vio salir del despacho. Le había dicho que desandara aquel camino lo antes posible y que dejara claro que yo no sabía nada esa operación. Y le dije que yo me iba desde mañana mismo, si quería, pero con la correspondiente carta de despido. Afirmó con la cabeza y salí.

Hasta el 19 de enero de 1998, dos largos años, estuve resistiendo. Todos los días hacía esfuerzos para no quedarme atrás, para no rendirme ante lo que consideraba un atropello. Perdí mi despacho, veía como los compañeros que yo puse allí se peleaban por mis migajas, y presenté la consiguiente demanda en el juzgado fundamentaba en el artículo 51 del estatuto de los trabajadores de aquel momento. Gané y me fui  y aquí sigo 25 años después. Haciendo lo que me gusta, criticando lo que no entiendo ni quiero ni se ajusta a la realidad. Hice las paces con Agustín años antes de fallecer, después de volver a colaborar con sus hijos en Radio Lanzarote, cuando ellos tuvieron sus diferencias.

Cuando Carlos y Arantza llegaron a La Voz yo ya no tenía despacho, ni jerarquía, ni desayunos con Agustín. Pero atesoraba gran parte de la historia de la isla de los últimos años, con lo que muchos de ellos se acercaban a mí en mis tardes de catorce a veinte horas pasando cintas de viejos y viejas lanzaroteñas, grabadas por el propio Agustín, para su publicación en el periódico que ayudé a fundar, que organizaba y en el que compartí tareas de dirección con su hijo, que tuvo un desarrollo más afortunado en toda aquella película. Pero eso ya es otro rollo.

Estuve diez años trabajando con Agustín. Codo con codo. Y siempre me sentí libre. Especialmente en aquellos dos años en los que me resistí como nadie y en su presencia diaria a que dispusiera de mi vida y mi futuro a su antojo. La experiencia valió la pena.

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