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Amenazas

La actividad periodística no está exenta de presiones y amenazas. Quienes se consideran infalibles no quieren que se aireen sus fallos, mucho menos sus equivocaciones y atracones.Quizás por eso, es una profesión tan apasionante.

Aunque son muchos los personajes públicos que dicen que les mata que digan mentiras o falsedades sobre su vida, lo que realmente les repatea o les fastidia mucho es que les digan verdades. Que les descubran el pastel, que les pongan en evidencia ante los suyos con hechos y den a conocer circunstancias que su cordón de amistades y aduladores más estrechos conocían o intuían pero que no se atreven a exponer ante el considerado sabio hacedor.

Les repatea enormemente tener que aguantar la risita cómplice de sus mejores amigos cuando sacan el tema aparentando que les duele. Y más todavía cuando los aduladores despliegan su endiablada estrategia de negar todo y decir que él  no es así, que todos sabemos que eso no es cierto, cómo vas a ser tú esto o cómo ibas tú a hacer aquello. Esos son los peores momentos, en los que, en su afán de calmar al herido personaje de pies de barro, le ponen ante su propio espejo, negando lo que es más que evidente. Por eso no lo soportan. Y, entonces, comienzan las amenazas. Unos prefieren quitarte el saludo, con su pan se lo coman. Otros prefieren quitarte tu pan, pero se les olvida que tu trabajo no es un regalo de ellos ni lo que administran su cortijo particular, por mucho que lo crean. Otras te mandan hasta a la propia secretaria personal a enviarte mensajes insultantes y denigrantes a través de IP que consideran, equivocadamente,  ilocalizables. Están también los que amenazan al círculo de amigos compartidos y le obligan a elegir entre quien dice la verdad y el delincuente, entre quien solo puede decir la verdad y quien puede regalar prebendas públicas. Que aunque teóricamente son de todos, en la práctica, son ellos quienes se consideran únicos dueños y legítimos amos por mala interpretación del mandato popular.

A lo largo de estos más de 35 años de actividad periodística he recibido, seguramente que igual que el resto de mis compañeros, múltiples ataques y otras tantas amenazas. Hasta el punto de que llevaba  apenas unos años de ejercicio profesional y me amenazaron con hacerme no sé qué cosas por denunciar que alguien se había quedado con el dinero de otros en una asociación. Los miembros se quedaron sin viaje y yo me enfadé muchísimo. Me parecía intolerable y lo publiqué, a pesar de que todos los jefes del momento me recomendaron lo contrario. Dije que sería lo último que escribiría pero que eso se publicaba, salvo que alguien me dijera que no era verdad una sola palabra de lo que decía aquel escrito. Yo tenía apenas 20 años, los demás estaban en la treintena. Aceptaron  y me llegaron las amenazas.

Muchos amigos, compañeros  y conocidos me empezaron a decir que la persona en cuestión, junto con otras, me estaba buscando y no precisamente para felicitarme por el artículo. Hasta que, en un momento determinado, dije que ya que ese hombre y sus amigos llevaban más de dos semanas buscándome y no me encontraban iba a ir yo a verlos. Recuerdo que el encuentro se produjo en Corralejo, casualmente, en una excursión donde participaban un centenar de  lanzaroteños, entre ellos aquellos y yo. Voy hacia ellos, me ven, y les hablo. Me saludaron, me pidieron disculpas y me prometieron que iban a hacer todo lo posible para subsanar aquel entuerto. Seguramente, el  hecho de que yo era luchador en aquella época, medir 1,85 y que mi técnica favorita era la levantada cadera ayudaran algo a que la cosa transcurriera con absoluta normalidad y concordia.

Pero desde esa época tengo claro que a lo único que hay que tenerle miedo es al propio miedo. A que alguien te atenace, te condicione, te intimide, te impida, con amenaza creíble, afrontar tus retos, desarrollar tu trabajo o simplemente vivir en paz. Ese solo fue el primero, y los últimos no serán, claramente, los últimos. Pero la firme convicción de decir y hacer lo que yo creo que es lo correcto va a permanecer inalterada, inalterable. Ha sido mi forma de ser, la única característica que me reconozco y defiendo con absoluta entrega: mi derecho a ser yo. A trabajar con franqueza. Mi derecho a vivir de mi trabajo, vendiendo mi trabajo pero nunca ni mi libertad ni mi personal visión de las cosas. Llevo más de treinta años, mis sacrificios me  ha costado, pero cada día que pasa estoy más convencido de que es, precisamente, lo que añoran los que sólo han amasado dinero, acumulado coches de alta gama, repetidos viajes a Cuba con maletas llenas de braguitas para regalar a las cubanas (solían decir que así se ligaba más, aunque todos sabemos que querían decir que así se prostituía más barato), cargos y más cargos públicos con sus prebendas de comilonas, viajes, dietas y lo inconfesable.

Evidentemente, no soy un ejemplo de nada, ni soy muy distinto a la mayoría de la gente que se levanta muy temprano para ir a su trabajo, en peores condiciones que yo y muchos sin gustarles su trabajo tanto como a mí el mío. Pero tampoco soy como esos otros. Por mucho que los que no aceptan la verdad, no puedan valorar mi trabajo con objetividad, mucho menos con generosidad. Pero su principal problema, el más grave, es que saben que a mí, cuando decido hacer algo, no me callan ni dándome lo que me corresponde, ni queriendo ponerme el nivel de ingresos que les mantienen a sus glotones sabuesos. Tampoco con sucias amenazas. Lo saben pero se empeñan en mentir y en amenazar.  Y así les va. Que disfruten las mieles del éxito pasajero e inmerecido que las hieles cuando afloran  son para quedarse.  ¡Que disfruten!

 

Comentarios

#4 lanzaroteño 03-09-2019 20:52
Felicidades. Leo sus escritos por sus verdades.
#3 Narciso Perez Gonzál 02-09-2019 14:03
" Chapeau Manolo¡
#2 Rosalía 31-08-2019 21:43
Sigue usted siendo muy valiente. Igual no tiene nada que ver, pero uno no tiene más remedio que relacionar este artículo con los anteriores. Blanco y en botella. El problema es la pobreza, que así fue en Lanzarote, y a pesar de los miles o millones que tengan algunos particulares e instituciones hoy, y las migajas dadas a sus estómagos agradecidos, sigue aflorando en la genética lanzaroteña, solo que en forma de pobreza y de bajeza moral. La belleza de esta isla es solo un decorado, que esconde un horrible infierno podrido, ante la apatía y la inconsciencia de la mayoría. Pero aún así, rendirse, jamás.
#1 Sergio Calleja 31-08-2019 10:20
Un fuerte abrazo Manuel.

Fantástico!!

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