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¡Ay, mami, qué será lo que quieren los drones!

Los drones son muy útiles para vigilar el cumplimiento del confinamiento.

Parte de guerra (7)

Domingo, día 5 de abril de 2020.  Son las cinco de la madrugada. Entramos en el vigesimosegundo día de confinamiento. Ya sé que el día de mi cumpleaños estaré en casa. Ayer, en su ya tradicional comparecencia en La Moncloa de este periodo de guerra antivírica, Pedro Sánchez me lo confirmó. Serán dos semanas más de confinamiento. Se alarga el estado de alarma hasta el 26 de abril.  Así que el 24, cumpleaños en casa. Por cierto, ese mismo día se acaba el centenario de César Manrique, que cumple 101 años. No sé yo si los trabajadores de la Fundación hacen teletrabajo o no. Ellos sabrán, que para eso se gobiernan solos. Pero no estaría de más alguna cosita virtual, que podamos compartir todos desde casa. Es una idea.

Pedro Sánchez nos vuelve a dejar en casa dos semanas más. Aunque no a todos y esa es mi duda.

No me parece mal que se amplíe el confinamiento. Al margen de los daños colaterales, que nos han dejado sin Semana Santa, sobre todo sin el viaje de estas fechas, y, ahora, me obligan a pasar el cumpleaños sin mis hijos mayores, estoy de acuerdo en medidas contundentes para romper cuanto antes la cadena de transmisión del virus y entrar en una situación más llevadera en las zonas críticas. Por eso, me parece una cesión incomprensible de Sánchez el que vuelvan a trabajar, a partir del lunes día 13 de abril, las personas que ya lo hacían antes de decretarse la reducción de las actividades permitidas a únicamente las esenciales. Está claro que es una cesión a las patronales y al PNV, el partido de la patronal vasca patriótica. También es cierto que estas medidas, la ampliación del estado de alarma y lo que conlleva, hay que aprobarlas en el Parlamento y el gobierno está en minoría.

La vuelta al trabajo de miles de personas sin garantías sanitarias, con encuentros igual de masivos en el transporte público que antes de reducirse la actividad a las esenciales, el contacto en las obras sin guardar las distancias recomendadas y otras circunstancias parecidas provocarán más contagios y más dramas familiares. Está claro que, en algunos sectores, preocupan más las pelas que las personas. Nada nuevo bajo el sol. Los Bolsonaro, los Trump  y compañía tienen brotes y rebrotes por cualquier parte del mundo. Están convencidos de que escampa antes si dejamos el paraguas en casa. Ni que a las nubes o al coronavirus les asustaran nuestras temeridades. Si salimos sin paraguas, lejos de escampar, lo más probable es que nos empapemos y volvamos a casa resfriados. En este caso, con el coronavirus con nosotros.

Sinceramente, no parece que ayude mucho a controlar la situación este paso atrás. Sí, atrás, al 30 de marzo. Unos, atrás, con los mismos riesgos que había en esos momentos. Y, otros, con las dudas de si esta medida no va a significar que tengamos que retrasar la vuelta a la calle, de forma escalonada y con medidas preventivas. Nunca antes había querido tanto equivocarme. Ya Pedro Sánchez me recuerda a mis padres, cuando, en plena adolescencia, un fin de semana sí y otro también, me retrasaban la asistencia a mi primer baile o verbena en el último momento para dos semanas más tardes. Ya saben que, en aquella época, un sábado había baile en la Sociedad de Tías y, al siguiente, en la de San Bartolomé. Y, claro, había que ir por fases, primero tenía que conquistar el derecho a ir a los de Tías y,  conseguido eso, ya iríamos presionando para ir a los de San Bartolomé también hasta las tantas de la madrugada.

Ayer, viendo que se cumplían los malos augurios, tampoco hay que ser un genio para darse cuenta de que la situación todavía no está para volver a la normalidad, ni lo va a estar en una semana más, y dudo mucho que lo esté dentro de un mes, me puse tareas nuevas. He decidido coger los botes de pintura que compré el año pasado por estas fechas y pintar las maderas que cubren parte del suelo de la terraza. Son cincuenta estructuras de madera consistentes en dos tablones paralelos con doce tablillas cruzadas cada una. El aspecto de las mismas me recuerdan un día sí y otro también que llevo un año de retraso en su mantenimiento. Me están gritando que les meta mano. Y hay cosas a las que yo nunca digo que no. Así que cogí la brocha, la pintura y el disolvente y empecé. A mí me cuesta empezar las cosas. Pero a la vez que las empiezo sufro de la misma manera si no las acabo. Me pasa con todo. Especialmente con la lectura. Soy incapaz de dejar un libro a mitad. No puedo empezar a leerlo y dejarlo porque no me gusta. Creo que nunca he hecho eso. Es cierto que cuando me gusta, me los suelo leer de un tirón. Hay libros de Gabriel García Márquez que me he leído en una noche.  Los comienzo después de cenar y los dejo finiquitados minutos antes de ducharme para ir a trabajar. Y tan contento.

 El viernes volvía a ir a la compra. Fui al Lidl y como vi cola me volví al coche y fui a Mercadona. Aparco y me voy  hacia el ascensor. Estaba cerrado; también la escalera, y veo que hay que ir por la zona de la escalera mecánica. Voy. La escalera mecánica no funciona. Y tiene su lógica. Se hace cola sobre la misma para acceder al establecimiento. No me gusta. El hecho de que me cambien muchas cosas, me desconcierta y me estresa. Me volví al Lidl. Y allí estaba esperándome, en fila, la cola. Aparco y voy a coger el carro. De pronto, aparece un hombre  gritándome que me da una ficha, para que no meta la moneda en la rendija del carro para poder llevármelo. Me grita y se me acerca. Doy un paso atrás y le digo que no quiero ficha. ¡Ni que estuviéramos en los cochitos chocones! Se molesta, me dice que no me iba a pedir la moneda, que solo quería darme la ficha. No se da cuenta que lo que me asusta no es su pinta, ni su falta de educación, ni su enorme sensibilidad al rechazarle su ofrecimiento. Lo que me asusta, señor, es el coronavirus ese. Que llevo veintitantos días recluido, evitándolo, cumpliendo las recomendaciones, sin acercarme a mi mujer, lavándome las manos de forma compulsiva y poniéndome el termómetro cada vez que noto un cambio de temperatura corporal. Y este hombre parece que se cree que está en la feria de San Ginés. Con guantes, eso sí. Le miré un rato sin pestañear, no me cuesta mucho, cuando pequeño solíamos jugar a ver quién aguantaba más, y acabó dándose la vuelta. Pero ya me dejó malo todo el día. Me fui del Lidl con cuatro garrafas de agua, dos botellas de vino, dos pastas de chocolate, dos kilos de plátanos, unas cabezas de ajos, cinco botes de leche y el tique. Revisé la lista de la compra. Efectivamente, las pastas de chocolate y el vino no estaban. Es lo que pasa cuando te angustias por boberías.

Otra cosa que me pone malo es la actitud de los que están más pendientes de qué va a ser de ellos después de la crisis sanitaria que de cuidarse ahora. Y, además, están convencidos de que son los inteligentes, que son los que saben de qué va esto. Miran los datos de fallecimientos, contagiados y recomendaciones varias para no convertirse en parte de la cadena de contagios como si no fuera con ellos. ¡Qué más da que se mueran los viejos, que se enfermen miles de personas o que los sanitarios estén exhaustos y expuestos a su propia perdición para acabar con el mal! ¡Lo importante es que no se pare la economía! Lo importante es que no me pongan en riesgo mi estatus. Lo importante es que el gobierno me dé la ayuda del millón. Lo importante es sacar ventaja, una vez más, de la adversidad. Lo realmente importante es que se callen, pero no se enteran porque no escuchan. Solo hablan. ¡Bla, bla, bla! Los mejores cerdos no tienen piara reconocible.

Los ratos de videoconferencia con mis hijos me dan fuerza para superar el confinamiento.

Los mejores ratos del confinamiento son los que paso en la terraza. Creo que ya lo he escrito. Aparte del ratito que pasamos los tres en el salón viendo la televisión, guardando las distancias, cuando estamos en casa todos, la terraza es mi espacio de ocio. Allí suelo comer, beber y, a veces, acabó hasta echando una fugaz siesta. Desde que sé que la Policía Local usa drones me cuesta más quedarme dormido en la terraza. Desde que cierro los ojos, se me aparecen los jodidos avioncitos municipales, en plan misión norteamericana en tierras lejanas, y con megáfonos a todo volumen me sueltan: “Se les recuerda a todos los ciudadanos de esta capital que está prohibido quedarse dormido a la intemperie. Último aviso, último aviso…”. Y me despierto, sobresaltado, convencido de que José Alfredo Mendoza y sus muchachos van a invadir mi intimidad y mi terraza.     

Ayer, sábado, día 4 de abril, felicité a mi hermano Ángel. Era su cumpleaños, así que no seré el único de la familia que lo celebra confinado. En realidad habrá unos cuantos. Mis padres parece que tenían muy bien calculados sus periodos de máxima fertilidad porque seis o siete de sus once hijos nacimos a finales de marzo y abril. Un buen amigo también cumplió año. Compartimos durante un buen rato charla y risas por videoconferencia. Ahora te das cuenta de la importancia que tienen y lo útiles que son los móviles y estas aplicaciones. La sobremesa, muchos días, la paso en la terraza con mis tres hijos. Por videoconferencia, incluso la que está aquí, que se queda en su habitación, estamos todos juntos. Al rato, hasta los dos que están en Madrid, parece que están a mi lado. Reconfortante.   

Si ya el confinamiento me hacía recordar el Gran Hermano, la aparición de los drones y sus cámaras que lo ven todo en el escenario del estado de alarma me confirma mis peores augurios.

Sigo con mi dieta de ayuno intermitente. Pero me da que algo no va bien. Y no quiero preguntarle a mi pesa digital cuánto de mal va la cosa. La cinta quedó en la parte de la casa de uso exclusivo de mi mujer, la sanitaria que sale todos los días para ir al hospital a trabajar. Así que he reducido la actividad deportiva de forma alarmante. Pero es que ponerme a correr en la terraza me parece ridículo. Más ahora que sé que me pueden ver los chicos de José Alfredo. Es un rectángulo de 24 pasos de largo por 12 de ancho, un rectángulo perfecto. Si corro, la medida se destartala y se puede quedar en 12x6 en zancada. Intento hacer ejercicios o  bailar, pero desde que me pongo a ello, comienzo a oír ese zumbido inconfundible de la “caballería voladora” de la policía local de Arrecife y acabo escondido debajo de la mesa, con Messi mirándome con cara de pocos amigos. Hoy, domingo, seguiré pintando mis tablillas. Y que vengan todos los drones que quieran.

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