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La Milla de Oro se queda sola

Surgió de la nada, envuelta en sueños de grandeza. Renunció a sus cimientos polvorientos, a la soledad de eriales olvidados, para embarcarse en el desarrollismo turístico de los años sesenta.

Dejó de ser vereda de acceso a las playas, para convertirse en tránsito obligado por el que llegar a los primeros hoteles de la isla. Poco a poco, se fue convirtiendo en la gran deseada. En el centro lineal del emporio turístico de Lanzarote. Todos querían tener un local, un apartamento, un negocio, un restaurante o una sala de ocio en sus laterales. La convirtieron, oficialmente, con nombramiento plenario y placa, en la Avenida de Las Playas. En la mejor avenida de las mejores playas de la isla. Y siguió creciendo, mientras cambiaba de capas de asfalto y ampliaba sus aceras.

Y la volvieron a bautizar, pero, esta vez, sin pompas oficiales: la Milla de Oro. El precio del metro cuadrado del suelo en sus alrededores subió como la espuma. En épocas de la peseta, allá, a finales del siglo XX, se decía, lejos todavía de la centuria actual, que un mísero metro cuadrado de tierra costaba un millón. Y valía un potosí. Los negocios reverdecían en sus orillas de neón, música y escaparates, sin importar el objeto ni la destreza comercial ni profesional. En sus aceras, miles de turistas, unos en coloridos bañadores, otros en elegantes trajes de suaves telas y relojes suizos, enseñaban palmito desde tempranas horas y hasta la madrugada. Canciones de borrachos en idiomas extraños competían con el ruido del tráfico que circuló y aparcó a ambos lados hasta hace muy pocos años. El simple hecho de reducir el flujo de motorizados en su vena principal, dejando en un sentido lo que antes lo fue en los dos, le costó el cargo al alcalde y apeó del gobierno al partido que observó, con desmedida tolerancia, los andares de propios y extraños durante casi tres décadas.

La Avenida siempre fue, y volverá a ser, tierra de conquista, de encuentros y paseos. De cuerpos despampanantes, y de despampanantes con dinero. Y de pobres, de apariencia, de corazón y de solemnidad. En definitiva, espacio de todos y para todos. Con más razón, en tiempo estival, donde el calor anima a cruzar su vía estrecha para ir a la playa o para volver a saborear cervezas, daiquiris o rones congelados, como hacíamos, cuando jóvenes, en el inolvidable, y ya inexistente Waikiki.

En frente de las playas, en la otra orilla de la Avenida, descubrimos las relaciones internacionales, y hasta el sexo por señales, donde las lenguas obviaban idiomas para enredarse como tornillos entre melenas vikingas y piernas ágiles. De Lanzarote, se salía por la Avenida, sin billetes ni facturación, con escalas en el Bavaria, en el Centro Comercial Atlántico, y en las discotecas que se escondían en los sótanos para que la noche fuera más apetitosa e íntima. En la Avenida, aprendimos que los sábados pueden ser todos los días. Que, de hecho, en las zonas turísticas, todos los días son sábados. Y algunos olvidaron que esos sábados diarios no eran para nosotros, ni aquellos rubios de piel lechosa eran siempre los mismos. Y se dejaron llevar a la ruina; primero moral, después de salud y, finalmente, económica, antes de olvidar sus encantos para caer derrotados en  otros circuitos para terapéuticos.

Ahora, la Milla de Oro brilla de amarillo intenso en sus noches solitarias. Como si tuviera ictericia, como resultado de los trastornos hepáticos provocados a esa multitud que confundió, en su orilla divertida, las noches con los días y el ron con el agua destilada. Pero no es más que la imagen de una isla confinada. Sin turistas, con los residentes inhibidos en sus casas por la amenaza invisible de un virus con corona y predicamento mundial. También la avenida sabe de enemigos invisibles que cabalgan en sus noches entre humanos tan incautos como febriles y calenturientos, buscadores incansables de ese poquito más en el puntito goloso del placer rebuscado y, a veces, prohibido. Por allí cabalgaba, sin disimulo, la cocaína, la heroína, invisibles a todos, elevándoles la fiebre del sábado noche a muchos. También el alcohol desinhibidor y el tabaco que llenaba todo de humo. Y acechaba el Sida, otro virus, que no nos encerró en casa como este SARS COV2 pero obligó a meter en cartucheras plastificadas las pistolas aventureras.

 Ahora, una noche cualquiera de sábado confinado, la Avenida es la imagen más evidente de que esta isla está en modo “pausa”. Sin turistas en sus aceras, sin coches en su único sentido, sin negocios ni música en su orilla urbana, donde se vuelve a oír, cuarenta años después, las olas acariciando las finas y rubias arenas de sus playas.

La avenida está esperando, como nosotros, el reencuentro. Porque la vuelta a la realidad no será hasta que el bullicio se apodere de la Avenida de Las Playas, en Puerto del Carmen. En ese mismo momento, cuando las terrazas ocupen sus espacios, los turistas cambien bañadores por camisetas en negocios de ocasión, y se mezclen distintos tipos de músicas provenientes de bares, restaurantes y salas de fiestas incontables con risas de turistas y locales, en pleno escarceo, ha llegado el ocaso del virus. Y renace la vida lanzaroteña. Llena de peligros y tentaciones, como la vida misma, pero liberada del mezquino visitante impasible.

Comentarios  

#1 Antonio 18-04-2020 12:20
Ahora solo falta q vuelva y se regenere la
Arena limpia y transpirada y las playas volverán a ser lo q eran.... ya q los diferentes alcaldes desde Florencio al actual nadie ha hecho nada por regenerar esa arena
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