Agricultores, marineros, pescaderos, ganaderos, comerciantes, maestros, obreros, zapateros, herreros, incipientes freganchines y camareros y vecinos de toda índole, edad y sexo tenían un soco común en Tías, en los años 60 y 70, para divertirse juntos, lejos de los rigores de la intemperie. Los agricultores, la agricultura era la principal actividad del pueblo, llegaban apuraditos del campo, le quitaban las cestas y la albarda al burro, le ponían un balde de agua para que el animal saciara la sed y lo llevaban a su cuadra. Seguidamente, empezaba la operación aseo, para ir al baile, sin dejar huella ninguna de la ajetreada mañana que tuvo en la finca, cogiendo tomates, cargándolos, apartándolos y encasillándolos antes de dejar las cajillas amontonadas en el camino para que el intermediario/exportador se las llevara a su empaquetado de tomates. En realidad, la operación aseo comenzó en la misma finca, cuando se restregó un par de tomates verdes en sus manos para quitar la suciedad que habían dejado en sus manos los que estuvo manipulando a lo largo del día. A veces, tiraba también de unas matas de barrilla, que tenía resultados excelentes en la limpieza, no en vano fue n gran productor de exportación en el siglo XVIII y XIX, para la fabricación de jabones porque tenía sosa.
A las diez de la noche, ya no quedaba rastro de aquel paisano que montado en burro llegó a su casa con la ilusión de que era sábado y tocaba baile. Parecía otro, casi salido de cualquier avenida de esa Nueva York que él no veía ni por televisión porque no tenía, y que años más tarde solo veía en blanco negro. Bien vestido, contento, bien perfumado, ya se imaginaba balando con alguna joven de Tías, quizás hasta con ella que tiene mirada desde chico pero que parece que está por otro. Y, allí en el patio de su casa, con mucho cuidado de no romperse la cabeza contra las jardineras de los helechos, imaginaba los movimientos de un vals, de un paso doble o de unas folias al lado de un cuerpo femenino prieto, de linda sonrisa y ojos saltones. Se creía que ya estaba en la sala de baile, en medio de la pista de la Sociedad Unión Sur de Tías. Pero sabía también que él no se atrevía a invitar ni a su propia hermana si no se echaba un par de rones secos antes. Dos o cuatro, dependía si pasaba antes de entrar en el bar de la Sociedad, por la esquina en la que estaba el Bar Tres Copas, el de Antonio Pérez, pegado a la misma Sociedad.
La Sociedad Unión Sur Tías que conocí
La Sociedad Unión Sur de Tías marcaba el punto neurálgico del pueblo y era el centro social y lúdico de todo el municipio, hasta que comenzó a desarrollarse turísticamente Puerto del Carmen y empezaron a aparecer numerosos espacios de ocio en el litoral costero. Sí había fiesta en Tías, había actos en la Sociedad. Mantenida con el esfuerzo de los socios, que eran casi todos los vecinos varones, las mujeres no pagaban, cuando yo nací ya llevaba más de una década funcionando, desde mediados los años cincuenta.
Íbamos a la Sociedad a ver lucha canaria, a conferencias, a participar o ver actos de las fiestas, a echarnos un refresco en su bar y, sobre todo, a bailar. Durante el invierno, en verano también se sumaban las verbenas de las fiestas de los distintos pueblos, la única forma de acercarse a una chica con la excusa de bailar era ir a los bailes de la Sociedad de Tías o de San Bartolomé. Se turnaban, un fin de semana había baile en Tías y el siguiente en San Bartolomé. Así íbamos todos a todos. Mantengo gratos recuerdos de mi etapa adolescente, con catorce años, aprendiendo a bailar en mi casa, para ir a los bailes asaltos, que eran por la tardecita, y a los asaltos prolongados, que duraban hasta las doce. A partir de esa hora, ya eran bailes/bailes y solo dejaban entrar a los socios y a los forasteros que pagaban la entrada.
A ritmo de pasodobles
Aprendiendo los pasodobles, con aquella carrerita para delante de pasos, parada, paso atrás, y otra vez carrerita hacia adelante. Nunca aprendí a bailar. Había vecinos que eran verdaderos espectáculos bailando. Yo lo era por lo contrario. Por mucho interés que pusieran mis hermanas, nada. Yo practicaba hasta con la escoba, pero no había manera. Pero, claro, cuando llegaba al baile y veía alguna chica que me gustaba, se me olvidaba que no era una buena idea invitarlas a bailar. Pero es que tampoco había otra manera de acercarse a ellas sino era para bailar. Estaban con sus madres y desde que te quedabas un rato y no bailabas, la madre interpretaba que a su hija no le interesabas y te mandaba con viento fresco a otro lado, para desocupar y que viniera otro mejor armado. Así que las invitaba, y dependiendo de la canción pisaba más o menos a la pobre chica. Que se escapaba huyendo desde que acaba la canción en la que mi zapato del 45 se chocaba con sus pies de princesa.
La pista de baile es un círculo en el que gira la actividad del inmueble rectangular que acoge la Sociedad. A su alrededor, hay un espacio donde madres, hijas y pretendientes se movían a su gusto en espera a salir a bailar. Tiene una segunda planta, donde se guarda el mismo espacio para el tránsito de las personas y desde la que se podía ver lo que pasaba en la pista. Arriba, a la izquierda de la escalera, en la parte sur, se solía improvisar una barra para despachar copas y así aliviar al bar de la Sociedad del tumulto. La cosa consistía en dar vueltas y más vueltas, mirando al personal hasta que encontraras a alguien que quisieras invitar a bailar y te atrevieras a hacerlo. En esa época, solo los hombres invitaban a bailar, las mujeres jugaban un papel pasivo, vigiladas por sus madres. En mi infancia, se vieron los últimos momentos de esas imágenes machistas que ya iban desapareciendo.
Estrategias para invitar a bailar
A la hora de bailar, cada hombre, cada chico, tenía su estrategia. Estaba el que las invitaba a todas, así alguna picaba. O el que no invitaba sino a una, porque entendía que nadie quería ser segundo plato, y la segunda te diría que no, para no ser menos que la primera. Estaba también el que observaba detenidamente. Y después sólo invitaba a la que bailaba con todos o a la que nadie invitaba. El resultado parecía fácil de averiguar, pero no siempre la que nadie invita, baila con el primero que llegue. Aunque no es una locura llegar a la conclusión que el nivel de elección es bajísimo. En mi caso, la estrategia era invitar a la que me gustaba. No tenía ningún interés en bailar y mucho menos con una persona que no me gustara o, incluso, me desagradara. Eso ya me pasaba en mis horas de ensayo con la escoba entre mis brazos, con la radio a todo volumen, en el segundo patio de mi casa. Aunque no lo parezca, bailé algunas veces y me enamoré muchas. Pero siempre metía la pata. Las pisaba y se iban a que sus madres las consolaran hasta que viniera un príncipe azul, con pies más cortos y conocimientos de baile más largos.
Del baile a la lucha
Visto que el baile no era lo mío. Me dediqué a ir a ver las luchadas. Una de las primeras que recuerdo en la Sociedad, estaban luchando Domingo Ramos, Martín Fajardo, José Martín Camurria, Antonio Bermúdez, José Valiente, que era nuestro ídolo porque era vecino de Los Lirios, y me senté al lado de los luchadores. A mí me llamaba mucho la atención los músculos de Camurria, era pequeño de estatura, pero ancho, con puro músculo, en piernas y brazos. Además, luchaba rápido, se metía debajo y lo mismo les cogía el muslo y se los echaba al cuello que les dejaba sentado de toque para atrás. A su lado estaban sentados dos niños, uno era de mi edad, más o menos, y el otro mucho más pequeño. Me puse a jugar con ellos. Años más tarde coincidí con ellos entrenando y luchando en el Arrecife juvenil, aunque Toni todavía era infantil, y llegó a ser un gran puntal con el tiempo, y José, el mayor, acabo siendo mandador. Teníamos al padre de entrenador.
En La Sociedad se celebraron luchadas hasta muy avanzados los años ochenta del siglo pasado. Había una puerta pequeña que, desde la sala de baile, pared oriental, daba a la parte trasera, en la que se encontraba abandonaba la plaza de toros de Tías. Sí, efectivamente, hubo una época, corta, en la que se celebraron corridas en Tías, y aquella plaza quedó abandonada allí. Pues allí detrás se amontonaba el jable que había que llevar, por los propios luchadores, al centro de la pista para hacer el terrero. Se ponían unas alfombras grandes y arriba se iban echando carretillas de jable hasta que quedaba un terrero coqueto. Se cogía la cal y se marcaba y a luchar. Al final de la luchada, cuando se iba la gente, los propios luchadores tenían que volver a coger la carretilla, quitar el jable y dejar aquello completamente limpio para que se pudiera celebrar el baile. La pista estaba diez centímetros por debajo del resto, con lo que había que poner un tablón para sacar la carretilla. A veces, con el golpe, se caía arena y había que estar barriendo de nuevo. No era como ahora, que llegas al terrero, te pones la ropa y a luchar. Acabas, te duchas y para casa. La primera vez que luché en la pista de baile de la Sociedad no creo que hubiera cumplido los diez años. Fue en unos juegos escolares, que llamaban Beñesmen, que nos enfrentamos a un colegio de otro municipio. Recuerdo que tiré a dos, o le di dos luchas a uno, que también puede ser, pero perdimos.
Pista de baile circular en un edificio rectangular
La Sociedad era, y creo que sigue así, un edifico rectangular, de dos plantas en la zona de baile y una en la fachada, que tiene su puertas principale hacia la Avenida Central de Tías. Tiene dos puertas en el frontis, una va directamente al bar y la otra, junto al puesto de venta de entradas, da un pasillo que llega al fondo de la construcción, dejando a la izquierda habitaciones que se utilizaban para distintas actividades. La última, la del fondo, hacía de vestuario cuando luchábamos. La primera parte del pasillo transcurre entre las paredes de las habitaciones, a la izquierda, y la pared del bar, a la derecha. Al acabarse la pared del bar, el pasillo se bifurca, llegando un ramal al fondo, y otro va hacia la izquierda, hasta los baños. Así estos dos pasillos en forma de “L” separa la zona de baile del resto, dejando a un lado del pasillo principal, a la izquierda, toda la parte administrativa y juegos de mesa, y hacia la otra el bar, que se comunica con el pasillo a través de una segunda puerta.
Peleas de gallos, sangre a la hora de comer
A mediados de los años ochenta, empezaron a celebrar en Tías, los domingos al mediodía, peleas de gallo en esa pista de baile. Se llenaba de gente que venía de Arrecife y Teguise, sede de las principales galleras. Fui un día y no volví. Era un ambiente que te trasladaba a tiempos decimonónicos. Y mira que yo venía de la lucha canaria y no del golf. Pero aquel ambiente de apuestas, griterío, y gallos pequeños pero rabiosos dándose picotazos hasta que uno caía exhausto o muerto no me gustó nada. Además, toda la zona de pelea estaba llena de sangre. Y nadie parecía importarle nada más allá del resultado.
El mago que me costó una buena
Otro recuerdo que nunca olvidaré de la Sociedad es la actuación de un mago. Eran las fiestas del pueblo y habían organizado una actuación de un mago. Estaba prevista para las siete de la tarde pero se retrasó para empezar y después se alargó hasta casi medianoche. Estuve muy entretenido con los numeritos del mago. Y no me di cuenta que iba a llegar muy tarde a mi casa. Mi madre no soportaba que no llegáramos a la hora que nos decía, siempre pensaba que nos había pasado algo y la espera se le hacía angustiosa. Yo tenía que estar en mi casa a las diez. Por mucho que corriera por la carretera Tías – Mácher hasta llegar al cruce de Conil y aceleré ya en el camino de Los Lirios, no podía darle para detrás a las manillas del reloj. Toqué en mi casa. Abrió mi madre y me señaló el reloj que estaba colgado en la pared del salón. Me cayó la del pulpo. Ahí aprendí que las diez son las diez. Y no valen excusas.
El irrepetible Tomás Fernández
Recuerdo a muchos presidentes de aquella época. Los hermanos Francisco y José Luis Bermúdez, Maximino Medina, Santiago Aparicio y Emilio Bermúdez, entre otros muchos. Cada año se celebraba la asamblea para elegir y casi todos los años cambiaban al presidente. También se vivió como una revolución cuando unos veinteañeros del pueblo se hicieron con la directiva, con Juan Pedro Valiente de presidente, con una directiva muy trabajadora, donde estaban muchos de los chicos de esa edad. Le dieron un vuelco a la Sociedad. Afrontaron obras, como la decoración e insonorización del techo de la pista de baile, que cambiaron, a mejor, la imagen y conservación del inmueble.
Si la Sociedad de Tías se mantuvo activa durante tantos años, yo soy de los que piensa que se debe más que a la labor de las muchas directivas y presidentes que tuvo, al trabajo y empatía del único empleado que tenía. Yo no sé si a Tomás Fernández le apodaban “El Gracioso” desde antes de trabajar para la Sociedad o se lo ganó a pulso con las triquiñuelas que tenía que hacer para cobrarle los recibos mensuales a los vecinos de Tías, a los socios. Como si fuera ahora, recuerdo cuando era un niño ver llegar a Tomás a casa, con su sonrisa y su chiste en la boca, bromeando con mi madre. Además, parecía que tenía antenas para enterarse de todo porque el primero que venía a saludar a mi padre, desde que desembarcaba, era él. Le saludaba muy efusivamente y, al mismo tiempo, le daba el tocho de recibos para que le pagara el año completo, porque sabía que había llegado el dinero a la casa. Así, casa a casa, entendiendo excusas y repitiendo visitas, conseguía beneficiar a la Sociedad con su exquisito trabajo y podía también cobrar su nómina a final de mes. Era uno de los hombres más populares y queridos del pueblo. Seguro que no soportaría ver la Sociedad como está en la actualidad, mantenimiento en el que él jugó un papel tan determinante, estando de portero, cobrador, organizador, de todo lo que le mandara la directiva.
En la Sociedad Unión Sur de Tías muchos vecinos y vecinas encontraron parejas, disfrutaron con los amigos o amigas, tuvieron un centro de reunión para mitigar las tantas horas tirados en las tierras haciendo labores del campo. No tenían Tinder, ni Facebook, ni nada. Pero tenían una ilusión loca para que llegara el sábado noche. Era la fiebre del lugar. Parece que estoy oyendo a Voces Nuevas, Los Jarvac, y otras orquestas del momento con aquellos “pajaritos para acá y pajaritos para allá”, con “el tractor amarillo” y otros temas que hacían que la mayoría saltara a la pista. “Hola, ¿bailamos?”. Así era la cosa.